EL SEMINARIO:El padre Codina en la puerta del colegio
“—La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.” El Seminario tiene la culpa de que yo me sienta hoy tan satisfecho de mis caminos.
El tercer año de secundaria lo estudié en el Seminario de San Carlos y San Marcelo de Trujillo, en el cual, además de los futuros sacerdotes, estudiábamos los laicos. De sus aulas me viene este recuerdo. El colegio fue fundado el 4 de noviembre de 1625. Con cerca de 500 años de existencia, es la más antigua institución educativa de América.
En los salones, en la capilla, en la dirección y hasta en la puerta principal del colegio, todos los días nos esperaba Luciano Codina, el padre regente.
Una mañana llegué cinco minutos tarde y lo encontré.
El padre Codina solía levantarse sobre la tierra y creo que sabía flotar. Así lograba intimidar al estudiante que estuviera frente a él, pero esa vez no necesitó hacerlo porque yo en esa época apenas tenía catorce años y no creo que midiera mucho más de un metro y medio.
Al verme, miró hacia lo alto y le pidió permiso al cielo para hablar. O tal vez, solo buscó inspiración, aunque no la necesitaba. Era alto, gordo, rosado, sudoroso, corpudo, de hombros anchos y encogidos, y penetrantes ojos azulinos. Un hombre así siempre tiene la razón.
Mirándolo desde la esquina, el edificio del colegio lucía vencedor del tiempo. Había resistido toda la época de la Colonia, los terremotos y las guerras internas.
Al lado de la puerta, emergió su voz española y apareció el índice acusador de su mano rojiza:
─ Has llegado tarde, Eduardo. Pero esta no es tu peor falta.
El padre Luciano Codina, de la orden de los claretianos, estaba frente a mí. Se decía que él tenía dos sombras diferentes. Quizás yo estaba escuchando a una de ellas, la más dura e inflexible.
─ Durante el fin de semana, estuve explorando el gimnasio del colegio ―me contó.
Y continuó:
─ En el lugar del armario reservado para ti, allí, muy escondido, se encontraba el libro “Horas de lucha”, o sea el pensamiento de Manuel González Prada, el más feroz anarquista que ha habido en esta tierra.
Entre los libros que llevaba bajo el brazo, escogió uno y me lo mostró. Lo levantó como para que los ángeles o los demonios que pasaban por el aire en ese instante lo vieran.
─ Dios sabe lo que hace, hijo. Tal vez en medio de esos masones y herejes te hubieras extraviado de por vida. Ese escritor era un enemigo de Dios. Un hombre dotado de inteligencia para el mal, para difundir doctrinas infernales y envenenar el alma de las gentes sencillas. Además, la literatura es un oficio de aventureros y vagabundos. ¡Casi todos son una banda de furibundos ateos!
Calló, pero solo por un instante. Su dedo índice decidió condenarme:
─ Tienes catorce años, Eduardo. Te suponía leyendo algunos libros más recomendables. Eres el alumno con más altas notas de este plantel. Se podría esperar más de ti. La carrera religiosa, por ejemplo, te abriría los brazos. Serías un magnífico sacerdote.
Nuevamente, enmudeció. Por mi parte, no tenía nada que decir en mi descargo.
Luego me ordenó caminar hacia la capilla.
─ Aquí te quedarás hasta la tarde. Tendrás todo el tiempo para pensar en que debes abandonar esas lecturas peligrosas. González Prada ha sido uno de los pensadores más viles que ha tenido este país.
No pensaba yo con la velocidad del regente y apenas comencé a responderle que la carrera religiosa estaba para mí descartada.
─ Sí, lo sé ―me respondió con alguna tristeza.
De pronto, él advirtió que esa no era la conversación que debíamos sostener. No era importante que me diera alicientes para entrar en la profesión eclesiástica. Lo que había que hacer conmigo era borrar de mi mente las lecturas que él consideraba insanas.
─ Los anarquistas, Eduardo, fueron enviados por Satanás. En España los hemos sufrido. Durante la guerra, hubo un hombre muy malo llamado Buenaventura ―comentó―. ¡Mira que llamarle Buenaventura a un infame! ¡Qué mala idea! Bastaba con llamarlo por su apellido, Durruti.
En ese momento, era yo el fascinado. Comencé a escuchar con más interés al padre Codina:
─ Durruti formó un ejército que no tenía nada que ver con los ejércitos normales. No había allí grados. No existían superiores. Las órdenes no las pensaba el jefe porque no había jefes. No había dirigentes ni dirigidos y, algo peor que eso, Durruti proclamaba: “Ni Dios en el cielo ni jefes en la tierra”.
Mi semblante debió haberse iluminado tanto que la capilla pareció arder.
─ ¿De veras, padre? ¿Un anarquista de verdad?, ¿un anarquista?
─ Tú lo has dicho. Esos hombres odian a los padrecitos del Señor.
El padre Codina tomó el libro de González Prada y se lo llevó consigo. A mí me ordenó permanecer en la capilla. No sabía él que yo tenía otros libros “peligrosos” en casa.
Me apresuré a pensar. Miré hacia el techo de la capilla y logré ver el futuro. Algún día se reanudaría la guerra de España y yo viajaría a ese país para integrarme en el Comité Central de las milicias antifascistas de Cataluña. Haría lo mismo que Durruti. Me entrevistaría con Lluis Companys, presidente de la Generalitat, y le diría que estábamos dispuestos a volver a la guerra.
Esa historia ya había terminado mucho antes de que yo naciera, pero yo estaba seguro de que mi nuevo nombre no sería Eduardo ni Fray Eduardo. Sería algún sobrenombre como Durruti y llevaría escondida en mi chaqueta una hoja de papel con algún texto de González Prada.
Al día siguiente, el sábado, teníamos clase durante dos horas por la mañana, pero, luego, debíamos cantar el himno nacional y rezar el rosario en público.
Estaba yo dentro de un esmirriado terno azul, mirando el cielo, cuando una voz comenzó a cantar “Somos libres...”.
Eso significaba que luego vendría el rosario y, después, la libertad del fin de semana.
Sin embargo, no todo fue así. Mientras cantábamos el himno nacional, debíamos poner sobre el rostro la mano derecha en forma de saludo militar, pero la mía tiene un problema. Por un asunto genético, mis dedos anular y medio forman una pequeña separación cuando los estiro.
Al terminar la primera estrofa, se acercó a mí el capitán Guerra, ―instructor de premilitar― y, señalando mis dedos, me ordenó que los juntara. Por razones naturales, no le podía obedecer. Entonces, Guerra se colocó detrás de mí. Levantó su fusil y con la culata me dio un golpe tan fuerte sobre la espalda que caí al suelo sin sentido.
Unos diez minutos más tarde, estaba yo tendido sobre una cama improvisada. De pie frente a mí se hallaban el padre Codina y el capitán Guerra.
En la educación peruana de ese entonces, se impartía un curso de instrucción premilitar. Generalmente, el ejército mandaba a hacer de instructores a sus miembros menos favorecidos por la inteligencia.
El capitán Guerra no estaba pidiendo disculpas. Me estaba acusando ante el sacerdote de haberle desobedecido.
Escuché que el padre Codina me defendía y trataba de hacerle entender acerca de ese defecto que tienen quince de cada mil personas.
Sin embargo, Guerra advirtió que yo había despertado y me ordenó sentar y luego levantarme en posición de firmes.
Obedecí con mucha dificultad.
─ A ver, estudiante, levante la mano derecha y extiéndala para que la vea el padre Codina. ¡Extiéndala!, he dicho.
Obedecí, pero sentí que aquel podía ser el momento más humillante de mi vida, o el más valeroso. Pensé en lo que habría hecho el héroe Buenaventura Durruti. Levanté la mano y la puse a la altura del rostro del uniformado para que él pudiera ver perfectamente el defecto que yo tenía.
Sin embargo, no me bastó con eso. Llevé el brazo hacia atrás, como para tomar impulso, y lancé sobre la cara del que me interrogaba una soberbia bofetada.
“La condición del indígena puede mejorar de dos maneras: o el corazón de los opresores se conduele al extremo de reconocer el derecho de los oprimidos, o el ánimo de los oprimidos adquiere la virilidad suficiente para escarmentar a los opresores” (González Prada, Horas de lucha).
Tuve que quedarme castigado por todo el fin de semana en un reclusorio del plantel. Mientras tanto, el capitán exigió que se me expulsara. Adujo que no tan solo él como persona había sido “denigrado” (la palabra que usó) sino toda la institución militar.
─ Al abofetear a su maestro, este alumno le ha faltado el respeto a todo el ejército peruano ―advirtió.
Hizo ver que los estudiantes aceptaban en silencio los castigos que él les imponía y que ninguno había sido “tan bestia” de cachetearlo.
Sin embargo, el padre Codina le aconsejó serenidad y, por su parte, el asesor legal del Seminario advirtió que se podía acusar al colegio de malos tratos contra un niño y que, incluso, el capitán Guerra podía ir a la cárcel por haber puesto en peligro mi vida.
El instructor fue a verme en el salón de castigos. “Ten cuidado”, me dijo. Y añadió que fuera del colegio él podía usar cualquier otra medida correctiva.
─ ¿Te dolió la culata del fusil? ―me preguntó.
A todo esto, mis padres nunca se enteraron porque vivían en Pacasmayo, a cien kilómetros de distancia y, además, yo no tenía un apoderado legal. Por mi parte, evité que lo supieran.
Ese fin de semana me sentí el muchacho más feliz del planeta porque había conseguido que me prestaran una Biblia en la biblioteca del colegio. En el reclusorio, la abrí con avidez, como si me hubieran dado un libro de González Prada. Busqué el capítulo que trata sobre el enfrentamiento de David contra Goliat y, cuando lo encontré, supe que los justos triunfan algunas veces.
Varios años después, cuando ya estudiaba en la universidad, divisé al instructor militar sentado en una banca de la plaza de Armas. Tenía el aire de ser de otro tiempo y andar perdido en el nuestro o tal vez suspiraba asustado ante la idea de que alguien lo descubriera bajo su disfraz de ser humano. Acababa de salir del infierno y quizás pronto volvió.
Al padre Codina no lo volví a ver, pero siempre pensé que, a pesar de su intolerancia y su miedo, era un hombre bueno y, además, el Seminario era un colegio excelente.
Al abusivo instructor lo deseché de mi recuerdo.
El colegio me había dejado una disciplina permanente y una admiración por sacerdotes que dejaban a un lado las apetencias de la vida mundana y se entregaban por entero al servicio de Dios. Aquello los conducía hacia la tarea docente y, si algunos malentendían su labor y eran algo intolerantes, el defecto era compensado con la bondad con la que nos trataban.
A los catorce años, además, gracias a esa experiencia, ya sabía qué caminos debía tomar o no tomar en esta vida. El servicio a Dios podía ser ejercido ―pensé― sin la prohibición de amar a una linda mujer y con la permisión de pensar en libertad y de leer todos los libros que uno quisiera.
Por fin, el padre Codina me dio a leer, en vez del libro confiscado, el fabuloso Quijote de la Mancha que se convertiría de entonces y para siempre en mi acompañante de todo el tiempo. Creo que con él aprendí más moral que en el Catecismo y, en él, hallé tantas o más incitaciones a la lucha por la justicia que en la obra de González Prada.
El padre regente me felicitó todo el tiempo por el cariño con que guardaba por el libro. De haber observado las citas que yo subrayaba, tal vez lo habría hallado desvergonzadamente rojo:
“—La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.”
El Seminario tiene la culpa de que yo me sienta hoy tan satisfecho de mis caminos.
Eso sí, al terminar el año, decidí no continuar en ese colegio. Le dije a mi madre que no me gustaba estudiar a cien kilómetros de casa. Además, a mi regreso, la había encontrado con la cabeza completamente plateada. Sí, extrañaba a los míos, pero además tenía el resquemor de que, si seguía en el Seminario, me iba a inclinar por la vocación religiosa.
Regresé a la bahía gigante donde he vivido mi infancia y donde cada día, una y otra vez, se comprueba que otro sol es el sol de Pacasmayo.