PLATERO ERA ROJO POR DENTRO Y POR FUERA
Platero, el noble burrito de Juan Ramón Jiménez, era pequeño, peludo y suave… Sin embargo, en la Lima de los años 60, hubo otro Platero, también pequeño, pero ronco, vozarrón, neurótico, y para colmo de males, rezongón y cascarrabias.
Como su dueño, el poeta Arturo Corcuera, como los amigos del mismo, y más aún, como todos los jóvenes honestos de entonces, este Platero era rojo hasta las médulas; rojo por fuera y por dentro, lo único de color diferente eran sus negras, vetustas y casi limadas llantas.
Era Platero un anciano Ford coupé del año 32 que le había sido obsequiado por su vecino, un mecánico aficionado a la poesía. Aquél le rogaba que compusiera acrósticos a su amada y canciones a San Mateo, santo patrón de su pueblo, y un día, en recompensa de tanto lirismo desinteresado, le dio la llave (o tal vez la manizuela) del frenético animal de motor y hojalata.
No sé por qué razón Arturo lo bautizó con un nombre como Platero cuando su bermejo color le daba razón para llamarlo agitador, stalinista y bolchevique, o simplemente camarada.
Cada mañana, Arturo marcaba tarjeta en un ministerio mientras el manso Platero lo esperaba obediente sin haber sido atado a ningún árbol de la avenida. A partir de eso, el mundo les pertenecía.
El asno rojo fue también el vehículo en el que una desaforada generación de poetas descubrió la vida y la aventura. César Calvo, Javier Heraud, Reynaldo Naranjo, Mario Razzeto, Germán Carnero, este testigo, y otros amigos de aquella generación, trotaron por esos caminos sin derrotero, inventaron rimas extrañas e incluso canciones que inmortalizaban aquella mágica cabalgadura.
¿Y qué pasó con Platero?
¿Y qué pasó con Platero? Arturo Corcuera viajó a España y se quedó allí por algún tiempo. De regreso al Perú, vino a su lado Rosi, una encantadora muchacha de Barco de Ávila y el poeta llegó enfermo de esa incurable adicción por el Siglo de Oro que nos aqueja a quienes vivimos algunos años en la península, pero olvidó algo. Se olvidó que antes de partir había dejado a Platero estacionado en una calle de Barranco.
Platero murió, pero no descendió al cementerio. Se convirtió en una destellante creación del escultor Víctor Delfín. Obviamente, todos tenemos que morir, como el émulo del burrito de Moguer… pero no todos. No morirán los que hayan sido salvados en el arca prodigiosa de Noé. No morirán tampoco los amigos de entonces que ya están muertos. Javier Heraud los debe de estar invitando a subirse en el destellante Platero camino a las estrellas, detrás de la Vía Láctea.