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AMURALLAR LIMA PARA QUE NO ENTREN LOS "PROVINCIANOS"

El racismo en el Perú es una pasión patética. El noventa y tantos por ciento de los peruanos somos, en diferentes medidas, mestizos. Sin embargo, sin mirarnos en el espejo, o tal vez después de haberlo hecho y de frotarnos con mucho jabón la cara, hay quienes comienzan a tratar de blanquearse, llamando a los demás “provincianos”, “serranos”, “chutos”, “terrucos”…

Por Eduardo González Viaña

Publicado: 2023-07-14


En 1950, durante la dictadura de Odría, un congresista que le era adicto presentó un proyecto de Ley por el cual la ciudad de Lima debía ser amurallada.

El señor Faura, dueño de una inteligencia tan privilegiada como la que exhiben generalmente los hombres de derecha, aducía que esos muros servirían para contener a los provincianos y cerrarles toda posibilidad de habitar en Lima.

La periodista Rosa María Palacios glosa  las palabras de un general de la policía peruana apellidado Arriola, según el cual los “provincianos” que lleguen a Lima serán registrados, sus voces y rostros serán grabados y todas sus pertenencias les serán revisadas. Como lo dice bien Rosa María, las personas que salen y entran a Lima son millones, como millones somos también los “provincianos” que aquí residimos.

Probablemente, las suposiciones del general, según las cuales un provinciano sería una persona identificable por su bajo nivel económico, social y cultural, convierten a millones de peruanos en sospechosos.

No comparto los adjetivos de Rosa María que califica a este señor de cretino y estúpido porque, según puede observarse, esas convicciones tan poco científicas son compartidas por algunos peruanos que sienten la necesidad de crear o de imaginar grupos inferiores con la finalidad de sentirse “alguito más”. Incluso, en su desbocada ignorancia, suelen definir y confundir el lugar de nacimiento con una raza supuesta.

El racismo en el Perú es una pasión patética. El noventa y tantos por ciento de los peruanos somos, en diferentes medidas, mestizos. Sin embargo, sin mirarnos en el espejo, o tal vez después de haberlo hecho y de frotarnos con mucho jabón la cara, hay quienes comienzan a tratar de blanquearse, llamando a los demás “provincianos”, “serranos”, “chutos”, “terrucos”… Es una manera de querer hacer olvidar su tal vez visible inferioridad.

Hace poco, un periodista denostó de los futbolistas ecuatorianos por su origen racial africano: “Ustedes le hacen una prueba de ADN a (Felipe) Caicedo y no es un humano, es un mono, un gorila”. Y Phillip Batters- el periodista- no es precisamente un blanquito pecoso, sino un zambito con anteojos.

Como lo he dicho anteriormente, el perfil físico de un racista peruano no es precisamente el de un rubio miembro del Ku Klux Klan ni el de un germánico admirador de Hitler. No tiene esos caracteres. Si hay algo que lo identifica es su ignorancia. No han leído jamás un libro, y lo que saben sobre la actualidad lo han aprendido en las portadas que ojean de relancina en los kioscos de periódicos. Los deportes, las fotos de traseros y las consignas bestiales contra la gente del campo les bastan para alimentar su espíritu.

Y eso es lo peligroso. Hemos vivido hace poco el espanto sin fin de una guerra étnica. A la violencia surgida en el campo se opuso una guerra de tierra arrasada, pueblos borrados del mapa, familias sospechosas por tan solo el lugar de su nacimiento o sus centímetros de sangre indígena, cuarteles convertidos en cementerios y grupos impunes encargados de las muertes selectivas.

Decenas de miles de personas fueron empujadas a las prisiones luego de procesos que no duraban más de una hora y cuyos resultados no son demasiado creíbles.

Embistiendo contra el Perú andino, la guerra étnica de Fujimori no solo mató personas. Mató también el amor y el respeto por la vida. En las palabras de su capellán −el señor Cipriani−, convirtió los derechos humanos en una “cojudez”. Exterminó del espíritu juvenil las ideas de sacrificio y de filantropía. Hizo que los dueños de los bancos y de la prensa salieran del closet para mendigar las dádivas de Montesinos. Al resto del Perú lo convirtió en testigo pasivo de una sangrienta infamia.

El Perú es una nación puesta de cabeza. El ejemplo más patético es este moreno de anteojos que predica racismo contra los afrodescendientes y es, al mismo tiempo, uno de los hombres de radio más populares del país. Por su parte, el terrorista Fujimori podría salir de la cárcel mañana o pasado si su gente del Congreso persiste en su afán de liquidar la democracia.

Las palabras del general mencionado deben ser una broma. No creemos que desconozca la Constitución del Perú que nos permite a todos viajar de uno a otro lado del país libremente. Sin embargo, nuestra admirada Rosa María hace bien en advertirnos contra la estupidez y la ignorancia. De otra manera, tendremos que levantar muros en torno de Lima y tendremos que pedirle a Francisco Pizarro que custodie la capital.


Escrito por

EDUARDO GONZALEZ- VIANA

Novelista, periodista y profesor universitario en Estados Unidos, Eduardo González Viaña publica cada semana la columna “Correo de Salem” que aparece en diarios de España y de las Américas. Inmigración, cultura y análisis político son sus tópicos más frecuente


Publicado en

El correo de Salem

Un blog de Eduardo González Viaña