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Con mi padre, junto al mar

Éste es un homenaje al Dr. Eduardo González León, mi padre. Falleció un día como hoy. Quiero leer unas páginas de mi libro “Maestro Mateo” que escribí como si conversara con él a la orilla del mar de Pacasmayo.

Por Eduardo González Viaña

Publicado: 2017-05-30


Habíamos llegado al extremo sur de la bahía. Frente se alzaba el faro centenario.

El perro ahora corría junto a nosotros. Se metía entre mis pies y los de mi padre. No entiendo por qué ninguno de los dos se dio un porrazo. Estábamos tan centrados en la conversación que habríamos atravesado un muro si hubiera estado en nuestro camino.

-Nosotros estamos hablando esta mañana frente al mar. De acuerdo con las posibilidades, por tu edad, tú vivirás más que yo. Ahora bien, todas las veces que recuerdes esta conversación ambos volveremos a existir tal y cual nos estamos viendo y escuchando hoy.

Mateo había perdido toda esperanza de fastidiar a mi padre o de cazar al menos una gaviota. Dio decenas de vueltas y saltos pero no cogió ninguna. De todas formas, cuando se ha perdido toda esperanza, queda la posibilidad de molestar.

Mi padre no lo vio. Caminaba mirando la arena, y se perdió un espectáculo. Las aves marinas habían ascendido a los cielos y formaban allí escuadras fantásticas. Iban de oriente a occidente, y de allí otra vez hacia el oriente. Volaban en formaciones triangulares que luego se convertían en estrellas de seis puntas cuando dos triángulos opuestos se juntaban. Pasaban a vuelo rasante sobre las olas y otra vez remontaban hacia un cielo muy alto.

Mi padre se quedó en el mutismo por un largo rato.

-¡Qué raro!- dijo al final. Parece que hubiera estado muerto. En la muerte aprendí que cada uno de nosotros ve lo que quiere ver…

Me dio dolor pensar que algún día su voz se evaporaría y que mi padre se haría aire. Aire sería incluso el lugar que ocupaba su cuerpo en el planeta. Se me ocurrió que el planeta no podía seguir existiendo sin mis padres. Sin él, no habría risas ni consejos. Sin ella no habría aire suficiente para vivir aquí.

Hablé otra vez de prisa con mi padre. Hablé sin verlo ni oírlo, casi sin hablar. Se me ocurría que estaba soñando con él, y que en cualquier momento pasaría a otro sueño. Quizás le hablé de la muerte que ya había visto en los ojos transparentes de Mateo e incluso en los suyos.

Mi padre se dio cuenta de que yo me iba a ir, y no quiso que nos separáramos sin darme un consejo.

-Te repito lo que pienso sobre la muerte. ¡La muerte. Ah, la muerte! Nos espera en todas partes, pero si somos cuidadosos, seremos nosotros quienes la esperemos.

Noté que mi padre estaba en uno y otro lado como si ya se fuera a borrar. Le pedí que se quedara un rato más conmigo. Quería darle un triple abrazo como él me había enseñado a hacerlo.

-No temas. Ya te dije que todo esto va a repetirse todas las veces que me recuerdes.

Me lo dijo sentado sobre una roca en el oriente. En vez de mirarme, observaba el horizonte donde el sol se hundía.

Después, mi padre se fue desvaneciendo.

Se me había acercado el perrro Mateo y me hacía señas para emprender otro vuelo. Entonces, lo que quedaba de la sombra de mi padre se convirtió en palabras:

-La vida es como un cuento narrado por un perro loco. Un cuento lleno de ladridos. Hay algo que nos quiere decir, y es la pura verdad, pero hay que sacarla de entre los ladridos.

Mis manos se levantaron como las de los sonámbulos, y seguí a Mateo en el vuelo. Nos dirigíamos hacia alguna estrella. Detrás de nosotros, en medio de una noche muy profunda, se quedaba parpadeando el lucero generoso de mi padre.


Escrito por

EDUARDO GONZALEZ- VIANA

Novelista, periodista y profesor universitario en Estados Unidos, Eduardo González Viaña publica cada semana la columna “Correo de Salem” que aparece en diarios de España y de las Américas. Inmigración, cultura y análisis político son sus tópicos más frecuente


Publicado en

El correo de Salem

Un blog de Eduardo González Viaña