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PORTUGAL, LA REVOLUCIÓN DE LOS CLAVELES

Todo parecía estar bien, hasta que uno de ellos se detuvo en el libro que yo leía. Era una biografía de Mao Tsetung. Eso podía haber ocasionado una catástrofe. ─ ¿Y este?, ¿quién es este? Los “Grises” querían saber quién era el hombre de la carátula. Entonces, uno de los chicos, Raúl Domingo Toledano, respondió de inmediato: ─ Es el Franco de los chinos. Eso nos salvó. Y salvó los libros.

Por Eduardo Gonzalez ViañaFoto de Nelson Oviedo

Publicado: 2024-04-27


Acababa de pasar la medianoche cuando se escuchó el ritmo sin que nadie lo hubiera pedido o anticipado en las radioemisoras de Lisboa, de las diversas ciudades portuguesas y en todas las colonias de ultramar. Esa música era la clave secreta y también la orden. Había que levantarse en uno y otro lugar, coger las armas y echar abajo a la infame dictadura de Antonio Oliveira Salazar.

Todo comenzó a los veinte minutos del 25 de abril de 1974. Las emisoras comenzaron a emitir “Grândola, vila morena”, y comenzó el movimiento revolucionario que derrocaría al tirano y daría libertad a Portugal y a su gigante imperio colonial.

En ese momento, la historia comenzó a cambiar y “Grândola…” fue el resorte primero. Se trata de una canción que hace referencia a la fraternidad entre las personas de la localidad de ese nombre y proclamaba que el pueblo es el que manda, –“O povo é quem mais ordena”–, en ese lugar.

Por decir esto, aquel son había sido calificado de comunista y prohibido por el gobierno y, por eso, fue escogido por el Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) para dar inicio a la Revolución de las Claveles.

Al terminar ese día, el tirano y sus esbirros buscaban afanosos las fronteras. Mientras tanto, en las calles, chicas y chicos y también ancianos y madres de familia colocaban claveles rojos en las bocas de los cañones y en los fusiles de los soldados.

Dentro de ti, ó cidade

O povo é quem mais ordena

Terra da fraternidade

Grândola, vila morena

Recuerdo que en Lima estaba yo conversando con el general Jorge Fernández Maldonado, uno de los impulsores de la revolución de Velasco.

Fernández Maldonado se levantó bruscamente y me abrazó. Me dijo:

─ Eso lo hemos hecho nosotros, Eduardito. Nosotros hemos sido el mal ejemplo.

Todavía resonaban los ecos de “Grândola vila morena” cuando llegué a Lisboa en 1976, en que se iban a celebrar las primeras elecciones democráticas.

Por mi parte, yo estaba allí cubriendo información sobre esas elecciones que se realizaban luego de 46 años de oprobiosa dictadura. Recuerdo que entrevisté a Otelo Saraiva de Carvalho, el líder de la revolución que ahora estaba de candidato y que perdería las elecciones. El socialista Mario Soares fue quien las ganó.

Los textos se los enviaba a mi amigo Juan Vicente Requejo, quien era subdirector de La Prensa de Lima en ese momento.

Luego de dos semanas en la capital portuguesa, me embarqué de regreso hacia Madrid y volví a estar en mi destino. No tomé asiento en primera ni segunda clase. Creo que existía una tercera y, si hubiera habido una cuarta, me habría metido en ella.

Lo cierto es que, en el vagón, comencé a buscar un sitio conveniente para dormir, pero me ubiqué en el lugar que menos servía para ello: un compartimento colectivo que estaba colmado de estudiantes españoles. Todos ellos eran muy simpáticos y, de inmediato, hicimos amistad. Había algo de común entre ellos: pertenecían a una escisión radical del Partido Comunista, llamada Partido del Trabajo.

Durante seis horas, establecimos una relación que hasta ahora no se ha roto. Sin embargo, cuando estábamos llegando a la frontera hispanoportuguesa, los chicos del PT callaron y me pareció que estaban muy nerviosos.

Les pregunté la razón de su tensión y, luego de insistir, me respondieron que, en Lisboa, habían comprado algunos libros marxistas y que temían la reacción de los guardias españoles de la frontera.

A pesar de que Franco había muerto hacía casi un año, la estructura represiva del régimen continuaba intacta. Los “Grises”, como ellos llamaban a los policías, los habían detenido y obligado a comer claveles, hacía una semana, cuando los muchachos realizaban una manifestación en apoyo a la naciente democracia portuguesa.

Eso es lo que temían.

— ¿Y en tan poca agua se ahogan? –pregunté yo–. Miren, yo soy extranjero. Metan todos sus libros en mi maleta y no creo que me hagan lío si me los encuentran.

Y así fue. Los grises no revisaron mis maletas, pero se dedicaron a elogiar la ropa que llevaba puesta y a preguntarme si mi camisa o el abrigo fueron comprados en “América”. De alguna manera, me obligaron a obsequiarles un par de zapatos de una marca que les fascinaba.

Todo parecía estar bien, hasta que uno de ellos se detuvo en el libro que yo leía. Era una biografía de Mao Tsetung.

Eso podía haber ocasionado una catástrofe.

─ ¿Y este?, ¿quién es este?

Los “Grises” querían saber quién era el hombre de la carátula. Entonces, uno de los chicos, Raúl Domingo Toledano, respondió de inmediato:

─ Es el Franco de los chinos.

Eso nos salvó. Y salvó los libros.

Ese es el motivo por el que a veces me precio de decir que llegué a España como contrabandista de libros e ideas subversivas.


Escrito por

EDUARDO GONZALEZ- VIANA

Novelista, periodista y profesor universitario en Estados Unidos, Eduardo González Viaña publica cada semana la columna “Correo de Salem” que aparece en diarios de España y de las Américas. Inmigración, cultura y análisis político son sus tópicos más frecuente


Publicado en

El correo de Salem

Un blog de Eduardo González Viaña